Señoras
y señores:
Quiero
comenzar agradeciendo la gentil invitación a participar en esta “Tercera Cumbre
Mundial de Regiones Sobre Seguridad y Soberanía Alimentaria”, que celebramos en
esta hermosa ciudad.
Me
entusiasma estar aquí, porque comparto la preocupación de ustedes sobre la
necesidad de abordar la búsqueda de soluciones para lograr la seguridad
alimentaria, potenciar la agricultura, reducir la pobreza, y, por supuesto,
tener éxito en el imperativo de alcanzar el objetivo: “Hambre Cero”.
Particularmente,
esta preocupación es esencial en mi vida. Soy campesino y estoy ligado,
directamente, a la producción alimentaria, a la investigación agrícola, y al
desarrollo rural sostenible.
El
diálogo que llevamos a cabo en esta Cumbre resulta fundamental para nuestra
región. Esto así porque nos obliga, por un lado, a entender los desafíos que
enfrentamos y, por el otro lado, a reflexionar sobre las oportunidades que
tenemos para ser exitosos frente a esos desafíos, trabajando juntos.
Demos,
para empezar, una mirada al contexto de nuestra región.
En
términos poblacionales, América Latina y El Caribe acogen cerca del ocho por
ciento de la población mundial. El 80 por ciento de nuestra gente vive en las
ciudades.
Los
datos disponibles señalan un incremento del hambre en nuestra región. En
efecto, se estima que, para el año 2016, el total de la población hambrienta
aumentó en más de dos millones, lo que significa que más de 40 millones de
personas no logran satisfacer sus necesidades alimenticias.
Paradójicamente,
la creciente obesidad se ha convertido en un factor de riesgo para la salud de
segmentos importantes de la población regional.
En
relación con nuestras actividades económicas, se ha proyectado que habrá un
crecimiento promedio de 2 por ciento en este año en la región. Para el próximo
año, se estima que ese crecimiento será de 2.8 por ciento.
Debemos
destacar que, en ese pujante crecimiento regional, la agricultura ha jugado un
papel relevante. Por ello, organismos calificados afirman que más de la mitad
de las exportaciones de nuestra región son agroalimentarias.
Hoy, la
agricultura representa una parte importante del Producto Bruto Interno de la
región. Igualmente, una parte significativa de nuestra población económicamente
activa está directamente vinculada a la agropecuaria.
Obviamente,
dentro de la economía regional existen importantes asimetrías. En efecto,
tenemos desde países que son grandes productores de bienes agropecuarios, hasta
países isleños donde la agricultura no es una actividad económica fundamental.
A pesar
de esas diferencias, la región en su conjunto enfrenta el desafío común de
incrementar no solo su capacidad de producción de bienes agropecuarios, sino
también el consumo de alimentos por parte de su población.
El
hambre y la malnutrición que sufre mucha de nuestra gente, están directamente
vinculadas al insuficiente acceso a bienes alimenticios que tienen los menos
privilegiados.
Entre
las causas estructurales de ese mal social debemos destacar el desempleo, la precariedad
del ingreso, las distorsiones en el mercado y la ausencia de políticas públicas
que prioricen el bienestar de los pobladores rurales y urbanos más pobres,
entre otras causas.
Por
tanto, resulta necesario dar una mirada crítica a lo que ocurre en nuestro
mundo rural para, a partir de esa reflexión, responder a una pregunta
inaplazable, a saber:
¿Cómo
podemos alcanzar la seguridad alimentaria de nuestra región?
Nuestra
seguridad alimentaria está directamente vinculada a la capacidad de producir
más bienes alimenticios, mejorar el poder adquisitivo y elevar el ingreso
mediante la generación de empleos de calidad.
La
reducción de la pobreza y la eliminación del hambre son inseparables de todo lo
anterior. En efecto, como muestran estudios recientes, cerca del 47 por ciento
de la población rural de América Latina y El Caribe es pobre y 29 por ciento
vive en la indigencia.
Consecuentemente,
lo primero que debemos hacer es situar el mundo rural en un lugar prioritario
de nuestra agenda de desarrollo sostenible.
Es obvio
que, sin desarrollar el mundo rural, será imposible eliminar el hambre y la
malnutrición, que es un objetivo crucial del Desarrollo Sostenible proyectado
por las Naciones Unidas para el año 2030. Lo mismo es válido para alcanzar otros
objetivos, especialmente la reducción de la pobreza, la desigualdad y la
exclusión social.
Así como
hay asimetrías en nuestras economías, existen también contrastes en los niveles de desarrollo de nuestro mundo
rural.
Muchos de nuestros países tienen una agricultura
dual. Por un lado, están los productores que usan tecnología de punta y tienen
una alta rentabilidad. Muchos de esos agricultores trabajan en grandes unidades
productivas. La mayor parte de nuestras exportaciones agrícolas es posible por
la eficiencia de este sector.
Por el
otro lado, están los productores más tradicionales, que descansan, más que en
el uso de tecnología moderna, en la mano de obra familiar. Un elevado número de
ellos trabaja unidades agrícolas medianas o pequeñas. Parte de su producción se
usa para el auto consumo.
Obviamente,
esa dualidad no excluye la existencia de numerosas combinaciones en los
sistemas agrícolas de cada país, donde se articulan las prácticas tradicionales
y la tecnología de producción más moderna.
Cabe
destacar, sin embargo, que los productores agrícolas son mucho más que agentes
económicos vinculados al Estado. Ellos son, también, ciudadanos con derechos
sociales, culturales, de género, étnicos, y políticos, entre otros.
En
muchos de nuestros países, la ruralidad es inseparable de los derechos y
proyectos de los pobladores indígenas. También debemos destacar el
significativo rol de la mujer rural en la agricultura de nuestros países.
Ese
contexto plural y diverso demanda, en segundo lugar, entender que la
agricultura comienza con la relación entre los productores y la tierra. Ese
vínculo está mediado por la cultura y la tecnología.
Igualmente,
debemos entender que el sector agrícola está estructuralmente relacionado con
los demás sectores productivos.
Consecuentemente,
nuestra seguridad alimentaria está directamente vinculada a la capacidad para
formular políticas públicas que articulen los intereses específicos de los
productores, el uso adecuado y la preservación del medio ambiente (especialmente
el suelo y el agua), los paquetes tecnológicos más adecuados para lograr la
mayor productividad posible, y el funcionamiento de los mercados nacionales,
regionales, e internacionales.
Es
realista esperar que, como resultado de esa articulación multidimensional,
estemos en capacidad de producir más bienes alimenticios. De esa manera,
estaremos mejor preparados para satisfacer la demanda interna, asegurar la alimentación de nuestra población,
incrementar las exportaciones, generar divisas, financiar la inversión social,
y fortalecer la capacidad de importar los bienes alimenticios que no podemos
producir de manera competitiva.
Desde
esa perspectiva, la seguridad alimentaria que necesitamos no es sinónimo de
autosuficiencia rígida. Más bien, es el resultado de un equilibrio flexible
entre la producción, el consumo interno, las exportaciones, y las
importaciones. El aprovechamiento de nuestras ventajas comparativas y
competitivas es un componente vital de esa visión integral de la seguridad
alimentaria.
Obviamente,
para hacer realidad ese ambicioso proyecto, la agricultura debe ser sostenible.
La
pregunta lógica, por tanto, es:
¿Cómo
hacer sostenible nuestra agricultura?
En
términos prácticos, es pertinente
entender las especificidades de la agricultura como actividad económica, tanto
en su versión empresarial como en su modalidad de subsistencia.
Para
empezar, la agricultura es una actividad muy riesgosa.
Su éxito
depende, en gran medida, de la capacidad de los productores para enfrentar
riesgos naturales, inducidos o no, así como riesgos biológicos, climáticos,
geológicos y sociales, entre otros.
Los
riesgos económicos, especialmente la caída de los precios, son de tanta
importancia como los riesgos naturales.
Ambas
dimensiones de riesgos, obviamente, debemos situarlas en el contexto de la
globalización de la cual somos parte.
En
efecto, estudiosos del tema llaman la atención sobre la relativa vulnerabilidad
de América Latina y El Caribe en el contexto mundial.
Se
estima que la región ya está siendo impactada por cuatro choques externos que
merecen nuestra atención. Esos choques externos son: el cambio climático, la
revolución digital, la presión internacional contra la desigualdad y la contra
la corrupción, y, por último, las tensiones de naturaleza política.
En
nuestra opinión, esos choques externos tienen un impacto directo sobre la
agricultura. Baste decir que, como resultado del cambio climático global, están
ocurriendo alteraciones importantes en los patrones tradicionales de lluvias,
sequías, huracanes, e incendios forestales, entre otros fenómenos naturales.
Todo esto está deteriorando la calidad de los suelos y el agua, los cuales son
recursos esenciales para la producción agrícola, pecuaria, piscícola y
forestal.
Tanto en
la modalidad empresarial como en la subsistencia, la agricultura puede y deber
buscar la sostenibilidad y la rentabilidad, así como la eficiencia en la
producción, en el manejo post cosecha, en la transformación agroindustrial, en
la comercialización, y, finalmente, en el consumo.
El
modelo de agricultura sostenible que, en mi opinión, debe adoptar América
Latina y El Caribe, consiste en lo siguiente:
En
primer lugar, necesitamos capacitar a nuestros profesionales y productores
agrícolas. Tener recursos humanos calificados es vital para la sostenibilidad
agrícola.
Igualmente,
es indispensable dedicar recursos suficientes para la investigación.
Esa
investigación nos permitirá disponer de paquetes tecnológicos que sirvan para
incrementar la productividad. Lograr la inocuidad de los productos, a fin de
proteger la salud humana, debe ser un objetivo de la investigación agrícola.
En
segundo lugar, debemos crear las condiciones que aseguren la rentabilidad para
los productores.
Eso
significa prestar atención a los costos de producción, al comportamiento del
mercado, a las expectativas de los consumidores nacionales y extranjeros, al
financiamiento oportuno y, en tanto que sea posible, al seguro agrícola.
En
tercer lugar, este modelo debe prestar especial atención al mejoramiento de la
infraestructura vinculada a la agricultura.
Eso
significa, de forma prioritaria, mejorar los sistemas de riego, cosecha,
transporte y almacenamiento. Todo esto debe acompañarse del aprovechamiento de
los recursos de las tecnologías de la información y la comunicación, conocidas
con las TICS.
Por
último, el modelo debe fortalecer la agroindustria.
Esto es
así porque, la agroindustria tiene la capacidad de agregar valor a los bienes
de origen agropecuario, ya sea mediante la transformación en nuevos productos,
mediante la conservación en ambientes controlados, o mediante el empaque para
mejorar la presentación.
La
aplicación exitosa de este modelo de sostenibilidad agrícola serviría para
potenciar el desarrollo rural. Eso tendría un impacto directo en la reducción
de la pobreza y en la eliminación del hambre en nuestra región.
Esta
afirmación se fundamenta en los criterios siguientes:
Está
suficientemente demostrado que existe una relación causal entre la oportunidad
de obtener trabajo y/o empleo, y la posibilidad de salir de la pobreza.
También
sabemos que la creación de oportunidades para los sectores más vulnerables, es
decir, comunidades indígenas, jóvenes, mujeres, envejecientes y otros, abre
espacios de inclusión social y reduce la vulnerabilidad.
La
evidencia demuestra que la pobreza rural, expresada en la falta de oportunidad
para tener ingreso mediante el trabajo propio o el empleo, es la causa de un
fenómeno explosivo: la migración del campo a la ciudad.
¿De dónde vienen nuestros pobres urbanos?
Digámoslo sin ambigüedades: nuestros pobres
urbanos han sido gestados por la pobreza rural.
Consecuentemente,
como hemos dicho, la lucha contra la pobreza y el hambre incluye el
mejoramiento sustantivo de la calidad de vida en las zonas rurales. Así,
estaríamos atacando el mal en sus raíces.
Por todo
lo anterior, me permito aprovechar esta oportunidad que se me brinda para hacer
las siguientes propuestas:
Primero, propongo que retomemos el paradigma del
Desarrollo Rural Integrado. Es decir, que no debemos limitarnos a mejorar la
calidad de la agricultura, sin tomar en cuenta el mejoramiento sustancial de la
calidad de vida de la población rural.
En ese
sentido, es indispensable elaborar y ejecutar planes y proyectos en las áreas
de vivienda, salud, educación, agua potable, electricidad y acceso a la
información, en las comunidades rurales.
En segundo lugar, propongo aumentar la inversión, tanto del
sector público como del sector privado, para apoyar la investigación, la
capacitación, y la transferencia tecnológica en todo el sector agrícola.
Este
esfuerzo tendría mayor impacto en la medida en seamos capaces de divulgar e
intercambiar los resultados de cada país, para beneficio de toda la región.
En tercer lugar, propongo fortalecer el sector agroindustrial.
Está demostrado que la agroindustria, además de crear valor agregado y generar
empleo en la zona rural, diversifica y mejora la oferta de bienes alimenticios.
Asimismo, muchos de esos productos procesados fortalecen nuestras exportaciones
regionales e internacionales.
En cuarto lugar,
propongo dar un apoyo especial a las micro, pequeñas y medianas
empresas, mejor conocidas como las mypymes.
Lo mismo
propongo para las cooperativas rurales.
Esa
articulación de las mypymes con las cooperativas serviría para sembrar en los
territorios rurales, en comunidades concretas, la idea del desarrollo rural
integrado.
El
consenso entre los gobiernos locales y el gobierno central es parte inherente
de esa articulación.
El
fortalecimiento del sentido de ciudadanía en los pobladores rurales sería un
resultado tangible de esa iniciativa.
La quinta propuesta que hago consiste en apoyar el
turismo rural. El ejemplo de muchos países, dentro y fuera de nuestra región,
demuestra que las zonas rurales tienen atractivos naturales para los turistas
nacionales y extranjeros.
La
creación de empresas turísticas en manos de la población rural serviría para
generar empleos, aumentar la producción agrícola y mejorar el ingreso.
En
concreto, el turismo rural potencia la economía familiar en tanto que abre
mercados para la producción agrícola local, la artesanía y la hotelería. Al mismo tiempo, reconoce el valor de la
cultura autóctona, lo que también fortalece el espirito de ciudadanía y el
sentido de pertenencia.
En sexto lugar, propongo que nuestros organismos regionales de
integración, en un tiempo razonablemente corto, se aboquen a desmontar los
obstáculos que impiden el flujo de nuestras exportaciones, incluyendo la
estandarización de aranceles y la reglamentación fitosanitaria.
Asimismo,
esos organismos regionales deben elaborar políticas y mecanismos que regulen la
entrada a cada país de aquellos inmigrantes que buscan trabajo en el sector
agrícola.
Estas
seis propuestas, para que funcionen de manera coherente, requieren de políticas
públicas que consensuen las agendas del sector público, del sector privado, y
de la sociedad civil organizada para cada uno de los temas que acabo de
plantear.
El
fortalecimiento de las instituciones, especialmente las del sector
agropecuario, es una condición necesaria para lograr esa coherencia, tanto en
cada país como en toda nuestra región.
Amigos
todos:
Lo que
acabo de compartir con ustedes descansa en mi convicción de que América Latina
y El Caribe tienen una excelente oportunidad de aprovechar sus ventajas
comparativas para potenciar su desarrollo integral.
Quiero
insistir, para concluir, que ese desarrollo impostergable no debe limitarse al
crecimiento económico. Hemos sido buenos creciendo, pero no podemos decir lo
mismo en cuanto a nuestra capacidad para distribuir los frutos de ese
crecimiento.
El
resultado de esa deficiencia nuestra es la prevalencia de la pobreza, del
hambre, y de la desnutrición.
No
permitamos que eso siga ocurriendo.
Muchas
gracias.
Hipólito
Mejía
Cuenca,
Ecuador.
Abril 28
de 2018